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lunes, 25 de marzo de 2013

La última taza de té.


Un aroma a canela mezclado con el delicado dulzor de la lavanda y el jazmín viajaba por el aire adornando el frío ambiente y despertando los sentidos de Margaritte que estaba sentada frente a la chimenea. Una taza de té descansaba encima de una sencilla mesa de cristal y caoba y era la que desprendía tan grato olor. Margaritte la cogía de vez en cuando y daba un largo sorbo, dejando que el líquido caliente descendiese por su garganta inundándola de una cálida sensación.

Era una fría tarde de invierno en Londres y la nonagenaria señora que miraba el fuego crepitar lo sentía en los huesos. De un tiempo a esta parte sus huesos se habían ido deteriorando a un ritmo vertiginoso y ahora no había un solo día que no le recordasen la edad que tenía. Pero ese parecía ser el único achaque de la vejez ya que su rostro no era el retrato más fiel de los años: varias arrugas se hundían en su piel sí, pero todo lo demás estaba terso y firme. Hasta sus labios eran voluptuosos y carnosos y no estaban rellenos de ninguna sustancia que los hiciese así. Dicen que los ojos son el espejo del alma y los de Margaritte eran del color de la miel, sinceros y entrañables, bondadosos y  cansados.
Los pechos algo caídos lógicamente, mas su cuerpo recordaba a una mujer hermosa, hablaba de un pasado sexy y de curvas, que aunque algo indefinidas ya, lo formaban y lo moldeaban.
Margaritte era una mujer coqueta, ya de pequeña –en aquellos años tan lejanos- observaba a su madre pintarse el rostro como si fuera un lienzo, cepillarse el pelo hasta dejarlo suave y sedoso y aplicarse infinidad de perfumes cuyos olores no alcanzaba a recordar. Su madre fue una gran mujer y era ella la que le había inculcado la ciega pasión por las letras y la que le había convertido en la gran escritora que era hoy. Cuando falleció, dos años después de que lo hiciera su padre, un pedazo de su corazón se rompió pero nació un sentimiento que ensalzaba a la figura materna a la categoría de santa, un sentimiento de adoración tan inmenso que solo pudo surgir tras el fallecimiento de la mujer.
De su padre, por el contrario, no había nada que recordar. Fue un hombre que nunca creyó en sus hijos y que no mostraba el mayor cariño por su esposa. Eso era lo único que  había perdurado en la memoria de Margaritte.

Su pasado había sido muy agitado, su familia era precariamente humilde y aunque ella era la pequeña de una sucesión de siete hermanos y disfrutaba de la protección de sus progenitores no había tenido una infancia fácil. Además la Segunda Guerra Mundial les había arrebatado lo poco que tenían.
Pero, como dicen, hay que enterrar el pasado para resurgir.

Margaritte volvió a asir la taza de té y bebió. Hoy no se oían las conversaciones del personal de servicio que trabajaba en la gran casa. La radio tampoco escupía sonidos como normalmente era obligada a hacer a esa hora. Incluso las aves que se refugiaban en el jardín permanecían extrañamente calladas, como si presintiesen la cercanía de un hecho insólito.
La dulce anciana no paraba de mirar el baile austero de las llamas con una expresión de calma y paz, le hacía gracia por todo lo que había tenido que pasar para lograr un momento como aquel.

Siempre había sido una mujer que regalaba amor. La primera persona receptora de ese regalo fue su marido Philippe, un apuesto hombre francés que le había dado tres hijos maravillosos que ahora se repartían por el mundo. Su marido fue la segunda persona, después de su madre, que se llevó un pedazo de su corazón al morir. La tercera y última fue August, alguien del que poco hay que decir puesto que no estaba destinado a abrir sus ojos en este mundo y nunca llegó a nacer.

Una lágrima escapó de los ojos de Margaritte, se deslizó por su mejilla surcando las arrugas de los labios provocadas por múltiples sonrisas y cayó al frío suelo de mármol donde se perdió para siempre.
Ya estaba preparada, era consciente de lo que venía a continuación como los elefantes cuando desaparecen para morir. Dejó la aromática taza de té en la mesa y revisó por enésima vez los sobres color crema que descansaban encima del cristal: las cartas de despedida habían sido escritas con pulcra caligrafía y bellas palabras. Tres sobres para tres hijos, ni uno más pues era innecesario.
No había querido hacer ningún preparativo adicional. Tenía la suerte de conocer el día exacto de su muerte, un regalo que Dios le había hecho o un onírico castigo, todo depende del punto de vista

De pronto la quietud tomó el mundo, el fuego paró de bailar, en el exterior las hojas de los árboles quedaron suspendidas en el viento, los coches se silenciaron y hasta el frío desapareció.
Una luz blanca, suave y cálida, entró por las ventanas e inundó el interior de la casa, desdibujando las formas de los muebles, haciendo desaparecer la taza de té tras su inmaculado color, incluso ocultando el suelo, con lo que parecía que la anciana flotaba en una espesura nívea.
Tres formas avanzaron entre la luz, se presentaron frente a Margaritte y extendieron la mano, simplemente eso, no hubo palabras ni gestos ni nada tan humano, solo una invitación.
Margaritte agarró la mano que le ofrecían sin dudar pues ella ya sabía que su hora había llegado.
Apaciblemente se adentró en la luz, acompañada de nuevo, como si los años nunca hubiesen pasado, por la presencia de su madre, su marido y aquél hijo que nunca llegó a conocer. Ellos le habían jurado que volverían a encontrarse y ahora cumplían su promesa.  

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