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viernes, 14 de junio de 2013

Campanas para el caos.

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"Τα παιχνίδια των θεών είναι επικίνδυνα για τον άνθρωπο."

(Los juegos de los dioses son peligrosos para los hombres.)


La manzana estaba sobre la mesa. Simplemente se encontraba allí. Nadie sabía cuando había aparecido o si llevaba en el frutero de plata con las demás frutas desde que comenzó la ceremonia. Aunque eso era prácticamente imposible, pues un objeto así llama la atención: estaba hecha de oro macizo y refulgía con luz propia destacando su posición, haciendo que los ojos de todos los asistentes se fijasen en ella.
Todos estaban maravillados, menos Tetis y Peleo que consideraban la aparición del áureo fruto como presagio de algo terrible. Sabían perfectamente que la manzana no estaba allí al comienzo de la celebración, ellos mismos habían organizado todos los manjares y la ambrosía que disfrutaban los dioses Así que alguien, intencionadamente, la había traído. Alguien perverso que había grabado en la dura piel una inscripción ambigua y clara al mismo tiempo: “Para la diosa más hermosa”.
¿Cuántas diosas habían acudido? Prácticamente todo el panteón femenino: desde la salvaje Artemisa hasta la enigmática Hécate, incluso Perséfone había dejado el Hades para asistir al enlace. Aún así faltaba alguien, la única deidad rechazada hasta por los suyos, la única capaz de arruinarlo todo incluso sin haber sido invitada: Eris, la diosa de la Discordia.
Que ingenuos habían sido Tetis y Peleo, pues confiaban en que si no convidaban a Eris todo marcharía a la perfección, pero el caos es grande y llega incluso a los lugares más recónditos. Nadie se libra de él, ni siquiera los dioses.

La manzana seguía imperturbable sobre la mesa, avergonzando a las demás frutas y deslumbrando a los dioses, nereidas, ninfas, sátiros incluso al mismísimo Zeus que la miraban sin parpadear. Y de pronto una figura avanzó bajo la atenta mirada de los presentes.  Hera se situó frente a la mesa mirando a todos directamente a los ojos y dijo:
-Esta manzana me pertenece. Alguien quiere hacerme un regalo y no se atreve a presentarse ante mí en persona.

“¡Oh no! Ya ha empezado.” Pensó consternada Tetis mientras observaba la magnífica figura de la reina de las diosas acercarse para coger el fruto…
-¡No, Hera! Esa manzana es mía. No por ser nuestra reina eres la más hermosa de nosotras.
La voz de Atenea inundó el Olimpo e hizo que Hera se detuviese en su propósito. Pero faltaba algo, la escena no estaba todavía completa…
-Queridas- Dijo una voz melosa, suave, fresca y cautivadora – No discutáis por algo tan sumamente obvio. La inscripción deja bien claro que yo soy la única y verdadera propietaria de esa manzana.
Afrodita se situó junto a las dos diosas y las miró, como retándolas a desmentir sus palabras.

-Afrodita, vete con tus juegos de seducción a otra parte. ¿No te está Hefesto esperando impaciente en el lecho?.- Ante esta provocación por parte de Hera los sorprendidos invitados reprimieron la risa y trataron de disimular con ademanes absurdos que no le pasaron inadvertidos a la diosa del amor que contestó airada.
-Hera, puede que mi marido sea un tullido, pero por lo menos me es fiel. ¿Cómo piensas reclamar esta manzana si hasta el propio Zeus, teniéndote a ti como esposa, pasa más tiempo fuera de casa retozando incluso con simples mortales?
-Afrodita, no hables de fidelidad cuando ni siquiera la entiendes. Todos hemos sido testigos de tus pasiones con Ares, no vengas a reclamar algo que no te mereces.
-Vaya vaya, Atenea, la eterna virgen. ¿Realmente creíste que alguien había pensado en ti al dejar la manzana? Ingenua…
-No hay forma de que resolvamos este conflicto entre nosotras.- Sentenció Hera. –Necesitamos que alguien decida quién es la más hermosa. Alguien lo suficientemente poderoso como para que su veredicto sea irrefutable…
-¿A quién propones pues?
Una leve sonrisa se dibujó en los labios de la reina y con el aplomo de quien ha ganado una guerra dijo:
-Zeus por supuesto ¿Quién sino?
-¡Eso no es justo! No podemos poner a mi padre ante tal tesitura.
-¿Tienes miedo Atenea? ¿Qué le preocupa a la diosa de la justicia? Tal vez crees que el gran rey de los dioses elegiría antes a su amada esposa que a su hija que lo único que le ha provocado son dolores de cabeza, y nunca mejor dicho, pues de su testa naciste…

La sonrisa dejó de ser leve y se convirtió en un gesto lascivo y punzante cargado de odio e ira hacia la hija de su esposo.

-Hera tiene razón, que Zeus decida. Él mejor que nadie para reconocer la innegable belleza que poseo. No en vano los hombres me consagran a mi la pasión y el erotismo y me veneran como la única diosa del amor y el deseo.

Juntas se encaminaron hacia el majestuoso trono de mármol negro desde donde el señor del Olimpo gobernaba el mundo de los mortales con mano de hierro. Las tres diosas se quedaron al pie de los siete escalones de oro que llevaban al sitial. Zeus, en lo alto, las escuchaba petrificado pues no sabía como resolver la situación ya que irremediablemente su decisión traería serias consecuencias que caerían sobre él como un jarro de agua del Estigia. ¿Qué hacer? ¿Reconocer el atractivo innegable de Afrodita traicionando así a su esposa y a su hija? ¿O contentarlas a ambas engañándose a si mismo?
Tras cavilar una respuesta que no llegó se le ocurrió una solución que le eximiría de toda culpa.
-Queridas, aquí no hallaréis término a vuestro problema pues para mi sois igual de hermosas. Dejemos que sean los mortales quienes decidan. A veces la simpleza de pensamiento de quién sabe que en algún momento morirá es la respuesta más esclarecedora a cualquier pregunta.

Hubo un momento de silencio en el que las tres deidades se miraron íntimamente mientras Zeus rogaba que picaran el anzuelo.
-Está bien- Dijo Hera. –Pero serás tú quien elija al humano.

La tríada asintió y Zeus advirtió como un peso se elevaba de su estómago y desaparecía. Sabía perfectamente a quién designar para tan tremenda misión. A Paris, príncipe de Troya, hijo de Príamo y Hécuba, un joven que vivía alejado de las pasiones de los de su especie y cuya decisión sería totalmente imparcial.
Después de comunicarles el veredicto a las diosas, estas se encaminaron a bajar al mundo de los mortales guiadas por Hermes.  Estaban decididas a defender su honor e iban equipadas cada una con sus mejores armas de seducción.

Se encontraba Paris en una colina cercana a Troya contemplando pensativo el mar cuando notó que algo había cambiado, no sabía porqué pero percibía la atmósfera más pesada o tal vez eran imaginaciones suyas… De pronto una voz le sorprendió a su espalda.

-Hola Paris, futuro rey de Troya.- Era la voz más atrayente que había oído nunca y cuando se dio la vuelta para ver de donde procedía, su mente se colapsó por un momento y sus ojos se negaron a creer lo que veían. Tres mujeres, que reconoció a la perfección, se encontraban ante él rodeadas de una poderosa áurea blanquecina que difuminaba sus cuerpos pero no impedía apreciarlos en todo su esplendor. La que comenzó hablando siguió su soliloquio.

-Sabes perfectamente quienes somos. Hera, Atenea y Afrodita. Venimos porque necesitamos tu ayuda. Eres la única persona capaz de despejar una duda que nos corroe por dentro y que necesitamos resolver cuanto antes. Te la planteo ahora sin más demora, pues cuanto antes contestes antes se acabará todo esto. ¿Quién de nosotras es la más hermosa? Tomate tu tiempo si quieres, pero es necesario que sepas que tu decisión tendrá una recompensa si me elijes a mí. -En ese momento la figura de Hera pareció crecer, haciéndose más notable y mucho más imponente. – Si yo soy la designada, ten por seguro que no te faltará el dinero, serás el hombre más poderoso que exista en este mundo y todo el vasto imperio de Asia será tuyo.

Paris tragó saliva ruidosamente. Sin parpadear observó como otra silueta avanzaba relegando a Hera a una segunda categoría.

-Querido príncipe, se justo en tu elección, mas me veo obligada a ofrecerte algo como obsequio si me nombras a mí. Yo, Atenea, diosa de la guerra, te ofrezco la victoria. Serás el ganador de cualquier batalla a la que te enfrentes. No tendrás rival equiparable y tus enemigos te temerán pues sabrán que si se enfrentan a ti la derrota es su única opción.

A todo esto Afrodita contemplaba divertida los ofrecimientos de sus compañeras y esperó el momento exacto para hablar, justo cuando Paris parecía decidido a dictar sentencia.

-Yo simple y llanamente te ofrezco lo que está en mi mano, el amor verdadero de la mujer más hermosa que habita hoy sobre esta tierra: Helena de Esparta, casada injustamente con el rey Menelao.

La duda se instauró en la mente del joven príncipe. Helena…la bellísima Helena de Esparta, la única mujer a quién todos amaban en secreto y deseaban….
Poder, victoria, amor… la decisión era difícil pero estaba tomada.

-Soy un simple hombre mortal y no soy digno de entrometerme en asuntos de dioses, pero puesto que vosotras mismas habéis acudido a mí yo os ayudaré como buenamente pueda. Mi decisión esta tomada, para mí la diosa que merece la categoría de la más hermosa es, sin ninguna duda, Afrodita, diosa de la belleza.

Atenea y Hera se quedaron atónitas y en el fondo de su alma inmortal encontraron algo parecido a la vergüenza. Se dieron la vuelta y comenzaron a andar mientras sus contornos se desdibujaban y sus cuerpos dejaban que la luz los traspasase hasta que desaparecieron irritadas.

-Has sido sabio Paris y como te he prometido, desde este mismo momento  el corazón de Helena es tuyo. Ahora será mejor que vayas a buscarla, pero ten cuidado con Menelao, pues todavía él es su esposo.


Y Afrodita también desapareció dejando a Paris con una inusitada sensación de soledad pero con el corazón latiendo a mil por hora. Pediría a su padre que organizara un viaje a Esparta, con la excusa de entablar relaciones de amistad con el país vecino, sería entonces cuando seduciría  a Helena para que se fuera con él y juntos vivirían una historia de amor plagada de pasiones. Pero estaba el problema de Menelao ¿Cómo se sentiría cuándo se enterase de que su mujer, la reina, se había fugado con el príncipe de Troya? Seguramente ni le importaría pues era conocido que no amaba a su mujer. Seguramente ni se molestaría en averiguar a donde se había ido, seguramente…

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