Los picos se
alzan hasta el cielo y caen con furia quebrando la roca. Las manos que los
empuñan son negras y están llenas de cicatrices. Las piquetas vuelven a
levantarse todas juntas y descargan un único golpe que estremece la tierra. Las
piedras desprendidas ruedan colina abajo huyendo de sus agresores. La nota
disonante de las herramientas al golpear
es acompañada por una melodía de cadenas arrastrándose, cadenas que unen pies
de caoba y que los atan uniéndolos a todos en un único ser. El Sol inclemente
calienta furioso las pieles quemadas y estas contestan derramando gotas de
sudor que se pierden entre las múltiples manchas de cientos de camisas roídas.
El restallar
de los látigos compone el punto final de esta melodía. Chasquidos roncos que
van acompañados de gritos de dolor. Sangre en la tierra virgen, escarlata en el polvo.
Las heridas se abren, pero no solo las del cuerpo, las de la
mente, incurables, se instalan en los esclavos. Muchos caen, derrumbándose como
la piedra partida: sus cuerpos negros y robustos desplomados sobre un suelo
ardiendo. Es en ese momento cuando los oficiales temen por la integridad del
grupo, tienen miedo de que alguna de las manos suelte el pico y cese su actividad
presa del pánico por la presencia de la muerte. Por eso corren a donde está el
fallo, abren la cadena y arrastran el cadáver fuera de la vista de los demás,
dejando un surco en el suelo arcilloso. Pero los demás ni se inmutan, solo
sienten envidia por el que acaba de morir y rezan porque sea eso lo que les pase
a ellos en ese mismo momento.
Los ojos, del mismo color que la piel, están inyectados en
sangre. Las finas partículas de tierra que forman nubes se les introducen en el
iris provocando la salida de simples lágrimas. No son lágrimas de dolor, ni de
pérdida, ni de nada, eso ya quedó muy atrás.
El marrón del cuerpo
es adornado ocasionalmente por colores más intensos, como el morado provocado
por los golpes o el rojo de la carne abierta y supurante provocado por los
latigazos.
Corazones lacerados laten todos juntos, pues saben que solo
ese sonido les une. Las cadenas son demasiado frías para transmitir
sentimientos y los eslabones demasiado ariscos para permitir el paso de alguna
sensación que pueda ayudar al compañero.
Las mentes abotargadas por el calor y confundidas por las
alucinaciones buscan, anémicas, algún retazo de vida pasada. Hay veces que el
rostro de cierta mujer aparece en una de ellas o el de un niño sonriente,
incluso el de un perro con la lengua fuera. Pero de pronto el pico vuelve a
besar la piedra produciendo ese sonido roto y las figuras se desvanecen como el
polvo en el aire.
Obediencia, sacrificio, escoria, muerte, negros, basura,
sangre, dolor, castigo, ley, son las palabras que la unidad es obligada a
escuchar día tras día y con las que conviven intentando recordar si existían términos para
describir cosas buenas o si son simplemente sueños incoherentes fruto del
cansancio y el agotamiento.
…
De pronto la psique dormida de algún esclavo despierta y
observa a su alrededor: ve que su mano, aunque parece ajena a su propio cuerpo,
sujeta una herramienta capaz de hacer llorar a la tierra, mira sus pies sangrantes
rodeados por el gélido hierro, luego observa a uno de los oficiales que se
encuentra casi al final de la fila golpeando a algún compañero. Todo esto es
procesado muy lentamente, el brazo se alza mientras las gotas de sudor caen al
suelo, los ojos se mueven rápidamente de un lado a otro, todo parece estar
sucediendo muy lejos, otro negro que está a su lado lo mira incrédulo y
entonces, al cabo de un segundo, se oye un ruido metálico muy poco usual y los eslabones
huraños se desparraman por todos lados a la vez que el pico se clava en la
tierra de manera muy diferente a como suele hacerlo.
Todo sucede muy deprisa, un oficial viene corriendo, en la
cara la expresión del terror escéptico, blandiendo el conocido látigo y lo
descarga con furia contra el cuerpo esclavo. Pero algo poco común sucede y es
que el ser que parece haber recobrado la conciencia no parece sentirlo a pesar
de que la fusta muerde su piel rasgándola en inhumanas heridas.
El compañero que lo miraba no ha tardado en darse cuenta de
lo mismo y hace algo parecido, solo que esta vez la tierra no siente la
picadura del hierro pero si la calidez de la sangre. El oficial cesa en su
empeño por devolver al esclavo a su sitio y cae al suelo con medio pico atravesado
en el cráneo, el mismo suelo que acogió al otro negro en la muerte ahora lo
espera a él.
Sin demora vienen más oficiales pero la unidad
entera está ahora libre… ¡Libre! ¡Libertad! ¡Aun quedan palabras para describir
cosas buenas, nunca han desaparecido!
Los negros se mueven rápido a pesar del agotamiento y las
herramientas que les dieron como castigo por su color de piel son ahora las que
les salvan del calvario.
En el caldeado ambiente se crea una melodía nueva. Notas
fuertes de cadenas al romperse se mezclan con el contrapunto de huesos al
quebrarse. El acero contra el acero aporta la cadencia necesaria y todo se une
voluptuosamente con los gritos de libertad que profieren esas bocas de gruesos
labios que fueron obligadas a callar para siempre.