-->
 

lunes, 26 de agosto de 2013

Cuando llegue el momento.

2comentarios
Habrá un momento en el que me abrazaré a la foto en la que aparecen mis mejores amigos, un momento en el que solo mirando la imagen recuerde cada segundo, cada risa, cada palabra dicha en voz alta, incluso los pensamientos que brillaban en sus ojos. Habrá un momento en el que pasaré la yema de mi dedo por el frío cristal, y aún así, sentiré el calor en mi interior. Habrá un momento en el que con cuidado abriré la carcasa del marco, dejando que mis dedos se encuentren directamente con nuestros rostros sonrientes. Y sé, que en ese momento, voces se colarán en mi cabeza:
— ¡Eh! ¿Quién te crees que eres? Deja de acaparar la cámara
— ¡Enana! Para de comer, estamos haciendo la foto
— ¡Esperadme!
— Esta noche podremos ver las estrellas
— ¡Bah! Si quisiera ver las estrellas me miraría en el espejo
— ¡Sonreír! El temporizador ya está puesto
— ¿Y qué gracia tiene acampar si no te gusta el campo?
— Vosotros me habéis traído a este nido de bichos
— ¡Decid patata!
— Nunca he entendido porqué patata, siempre terminas con cara de idiota
— Podemos decir cheese
— Y a ti te pareció buena idea
— Porque todos dijisteis que sí. Asco de presión de grupo
— ¡No! De cheese nada, aquí patata
— ¡Oh! ¡Venga! No puedes salir comiéndote un bollo. Esta foto pasará a la posteridad.
— Mucho mejor, así nunca se me olvidará de qué marca y tipo son mis favoritos.
— ¡Parad y sonreír o mañana os levantaré con cazos de agua!

Un grito, una petición, un comentario, una respuesta sarcástica, otra irónica, una risa… Una foto juntos, un pasado en común. Un futuro condicionado por la persona que eres, y que tus amigos te ayudaron a formar. Un “¡Eh! ¿Qué tal estás?” cuando vayamos por la carretera, y un “No me puedo creer que ya hayamos llegado” cuando se acerque el final del viaje. Una despedida de amigos que uno a uno se van marchado. Una sonrisa que permanece imperecedera en cada mente.
La lágrima que de felicidad resbala por mi mejilla, el pitido repetitivo de la máquina que mantiene una vida, la mente cargada de recuerdos como si hubiera vivido más de una vez, la paz, resignación y aceptación, presentes en cada rincón de la habitación.

Y entonces una risa, una palabra amable, unos rostros jóvenes. Y una promesa, la última promesa, es en aquel momento cumplida “Cuando te canses de vivir vendremos a recogerte”

En mis labios se formó una sonrisa, la sonrisa de haber sido tocado por ángeles.

Licencia de Creative Commons

miércoles, 21 de agosto de 2013

Música para las bestias.

4comentarios

"Όταν θέλουμε κάτι που δεν σταματούν να καταστρέψει."

(Cuando queremos algo no paramos hasta destruirlo.)


Sola. Sola en este triste lugar, donde la luz del Sol no llega, donde mis únicos compañeros son monstruos y bestias y donde mi marido me tiene confinada. Así pasarán mis días, junto a un hombre que me ama por capricho, pero al que he llegado a coger cierto cariño. Es verdad que Hades se preocupa por agasajarme como a la reina que ve en mí, pero no se da cuenta de que mi lugar no está en el inframundo, que yo pertenezco a la tierra y a la vida, como mi madre, y que aquí solo hay muerte y almas perdidas. Pero aun así me resigno, porque ¿qué otra cosa puedo hacer? Ahora reino en el infierno, junto a él y eso es algo por lo que tengo que estar agradecida, ¿no?

Hades puede parecer un dios frío, un ser oscuro y terrible cuyos dominios son tan hostiles como él mismo. Pero si algo he podido observar en los largos años que llevo junto a él es que hasta el dios de los muertos está vivo, siente tanto, o incluso más, que el propio Apolo. Aunque no lo parezca su corazón late. He tardado mucho en darme cuenta de esto, quizá porque al principio solo sentía odio hacía él por haberme separado de mi madre, del mundo exterior y de todo lo que quería. Fue entonces cuando amé a otros hombres, cuando los deseaba por pura lascivia y sed de venganza, cuando luché por Adonis y humillé a Afrodita y sobre todo cuando conocí a Orfeo.

 ¡Oh Orfeo! Aun hoy, en el frío lecho junto a mi esposo, me acuerdo de ti. Recuerdo tu tez blanquecina como de mármol, tus fuertes brazos, tu torso ancho y fornido, tus ojos azules como el mar de Posidón…pero sobre todo, lo que todavía me hace suspirar, es el recuerdo de esa música que me cautivó y que me hizo amarte. Las notas profundas que sacabas de esa lira que era como una extensión de tu propio cuerpo, inundando los salones de este palacio siempre vacío, siempre frío.

Recuerdo que cuando te presentaste ante nosotros nos dejaste sorprendidos porque habías conseguido dormir a nuestro can Cerbero, algo que nadie había logrado antes. En cuanto te vi, en medio de la sala del trono tan pequeño e indefenso mirando, nervioso, hacía donde nos sentábamos Hades y yo, me vino el olor de la tierra y el rumor del agua. ¡Venías del exterior! De aquél lugar que había dejado atrás y que añoraba profundamente. No pude hacer otra cosa que fijarme de una manera especial en ti, dando paso a los primeros síntomas del amor.

Era obvio que algo querías, por algún motivo habías cruzado junto a Caronte la laguna Estigia y te habías presentado ante nosotros corriendo tantos peligros. Yo creía que mi esposo iba a echarte de allí ofendido por la presencia de un mortal en su reino, pero Hades, tan sorprendido como yo, te instó a hablar; algo que ahora hubiera preferido que nunca ocurriera. Entonces nos contaste tu historia. Venías a buscar a tu amada Eurídice que había muerto por la picadura de una serpiente. Nos rogaste que te la devolviéramos, que no sabías vivir sin ella. Tu rostro, compungido y sincero, nos ablandó el corazón, aún así no cedimos. Hades no pensaba incumplir sus propias normas y devolver un alma a la vida y yo… yo odiaba a Eurídice. Si, en cuanto la nombraste y le diste la categoría de tu amada unos celos infundados y absurdos me invadieron. ¿Qué tenía Eurídice que no tuviera yo? ¡Yo, Perséfone, hija de Démeter! Yo debía ser tu amada, no ella. Y por un momento me alegré de que hubiera muerto.

Pensamientos crueles, ahora me doy cuenta. Pero ¿qué esperabas? Estaba recluida en el infierno, secuestrada por el hombre que me amaba y al que yo, en ese momento, odiaba. Verte fue un soplo de aire fresco que inundó mis pulmones llenos de ceniza. Además eras la venganza perfecta, tú que rechazabas a todas las ninfas que se enamoraban de ti. Imagínate que cara hubiera puesto Hades si le hubiésemos confesado nuestro amor furtivo. Habría pagado por verla… ¡Pero tenía que entrometerse esa a la que decías que amabas! Todas mis cábalas destruidas en cuanto pronunciaste su nombre.

Por eso nos mostramos tan duros contigo, por eso te ordenamos que salieses cuanto antes de allí si no querías quedarte para siempre. Te llamamos cobarde por ir a buscar a tu esposa estando vivo y no haberte atrevido a morir por ella, como hizo Alcestis que cambió el destino de su amado Admeto muriendo en su lugar. Pero tú aguantaste todos estos envites e hiciste algo sorprendente, algo que nos dejó callados sin opción a réplica. Te sentaste en el vasto suelo de mármol negro y comenzaste a tocar tu lira. Era evidente que no pensabas moverte de allí  hasta que accediéramos a devolverte a Eurídice y mientras, la dulce música lo envolvía todo. De pronto la luz solar pareció penetrar en el palacio, cosa imposible ya que estábamos a muchos metros bajo tierra. Un viento suave y fresco, cargado con el perfume de las flores que mi madre hacía florecer en primavera, se coló por todos los resquicios. La melodía era embriagadora, nos llenaba por dentro limpiando nuestras almas inmortales y entonces entendimos porqué Jasón te necesitó en su expedición para acallar el canto de las sirenas. Entendimos porqué las ninfas te adoraban y porqué Apolo te envidiaba. Todo brillaba y refulgía y entonces, cuando ya no podíamos contener las lágrimas, dejaste de tocar. La magia se rompió y la oscuridad retornó a su lugar.

Hades se levantó y se acercó a ti, a su lado parecías un joven cervatillo muerto de miedo, y te dijo que podías recuperar a tu amada.  Tus rasgos compusieron una mueca de increíble felicidad y fue en ese momento cuando mi ira estaba en su punto más álgido. No podía permitir, después de lo que había escuchado, dejar que Eurídice volviera contigo como si tal cosa, aunque no pudiera revocar la decisión de mi esposo. Recuerdo, con mucho pesar, que alcé la voz y te maldije poniéndote una condición cruel e inhumana para volver con tu amada. Te dije que ella volvería contigo, pero que en el trayecto de regreso al mundo de los mortales iríais uno detrás del otro y tú siempre delante. Si en algún momento volvías la cabeza para mirarla, aunque solo fuera un segundo, Eurídice desaparecería y no la volverías a ver.
Nunca me he arrepentido tanto de mi crueldad, todavía hoy no comprendo por qué lo hice si te amaba.

Te vimos partir, delante, siempre delante, sin girarte ni una vez. Eurídice iba detrás, pero tu curiosidad, o tú preocupación por saber si ella realmente estaba ahí y se encontraba bien, hicieron que te dieras la vuelta cuando ya casi lo habíais logrado. Como predije tu amada desapareció y retornó al mundo de los muertos y tú te quedaste destrozado, tanto esfuerzo para nada. Tanto sudor derramado en vano, tantas lágrimas… Y entonces, esta vez sí, decidiste volver con nosotros como lo hacen todas las almas, muriendo.


Lo siento Orfeo, no sé si algún día podrás perdonarme, pero es necesario que sepas que ahora, cuando me asomo a la ventana y os veo a Eurídice y a ti flotando en el Elíseo, solo pienso en que por fin seréis felices eternamente.

Licencia de Creative Commons

jueves, 15 de agosto de 2013

La bala y la conciencia.

1 comentarios
El disparo sonó certero. La bala recorrió la pequeña distancia que separaba a los dos hombres y penetró en el cuerpo de uno de ellos, perforando la carne, abriéndose paso desgarrando músculos y tendones hasta que salió por el lado contrario, no sin antes romper algunas vértebras. En ese momento el mundo quedó en silencio. El cuerpo inerte cayó sobre el suelo de tierra y la sangre comenzó a mancharlo todo de rojo, formando un gran charco bajo el cadáver.
La silueta que sujetaba el arma con una mano miraba impasible la mortal escena. Sus ojos del color del acero mostraban un brillo especial, como de alegría ante una victoria. Se apartó rápido del cuerpo antes de que la sangre, que avanzaba rápido, le manchase sus zapatos nuevos. Se dio la vuelta y se alejó silbando siniestramente una vieja canción de Cat Stevens.

DOS HORAS ANTES…

El aire nocturno era frío y húmedo, las farolas arrojaban una quirúrgica luz blanquecina que se difuminaba entre la espesa niebla de Londres. El Asesino respiraba relajadamente mientras su cabeza maquinaba. Vestía unos pantalones tan ajustados que casi intentaban fusionarse con su piel y una camisa de seda blanca, todo esto debajo de una gabardina marrón anudada con un cinturón de hebilla prominente. Sobre la cabeza un sombrero de ala ancha ocultaba un pelo tan negro como el ala de un cuervo. El Asesino andaba de manera tan imperceptible y sutil que parecía que la gran avenida, desierta a esas horas de la noche, avanzaba hacia él ahorrándole el esfuerzo de mover las piernas. Tenía mucho que agradecer a esa forma de caminar, pues gracias a sus pasos muchas personas no habían sentido la presencia de la muerte hasta que la tenían encima. El recuerdo de algunos de sus asesinatos le hizo sonreír pues cada uno era mejor que el anterior. Se superaba día a día, ideando nuevas formas de matar, jugando con las vidas humanas como si de un dios se tratase. Realmente así se sentía, como un auténtico dios capaz de decidir quién vivía y quién moría. Recordaba especialmente, y con cierto cariño morboso, uno de sus trabajos más limpios. El objetivo era acabar con una joven universitaria de veinte años que había contraído una importante deuda con la gente que le facilitaba la marihuana que tanto le gustaba fumar. Si todo salía bien sería su víctima más joven, un nuevo logro en su carrera. Fue a su casa a medianoche, cuando todo el vecindario dormía. Entró por una ventana del primer piso que estaba abierta y se encontró en un salón enorme lujosamente decorado. Una música inundaba el ambiente, ahora no era capaz de acordarse de quién cantaba, aunque estaba seguro que era un hombre. La joven estaba de espaldas a él, sentada frente a una mesa, cenando sola. Que fácil había sido, desenfundó su pistola y disparó. La cabeza de la chica cayó cómicamente sobre el plato de comida, pero lo más gracioso fue descubrir que había alguien más en la casa, seguramente su padre o un hermano, algún varón por los pasos agigantados que dio cuando oyó el tiro. ¡Pero no pudo hacer nada! Cuando llegó al salón él ya se había ido y el trabajo estaba hecho. La adrenalina del recuerdo le inundó por dentro y le hizo darse cuenta de lo bueno que era.

¡Pero hoy no podía ocupar su mente con evocaciones absurdas del pasado! Tenía que estar despejado pues estaba a punto de cometer el crimen de su vida. Por la mañana, cuando el reloj marcaba las doce, había recibido una llamada de alguien que quería encargarle un trabajo. Un hecho común y cotidiano para él hasta que la persona que estaba al otro lado de la línea le había dicho a quién debía aniquilar. Le pagarían una enorme suma de dinero si acababa con Charles Easton, dueño de una importante multinacional inglesa con fuerte influencia en el parlamento. Al parecer el querido Charles, muy apreciado por la prensa y las autoridades por su conocida labor humanitaria, había engañado y estafado a sus propios trabajadores que ahora pedían venganza ya que en los tribunales no la habían obtenido, quizá por tratarse el demandado de quien se trataba. Realmente esto le resultaba del todo indiferente, lo que más ansiaba era quitarle la vida a un pez gordo, pues esos mueren de una manera distinta a la de las demás personas.
El asesinato tendría lugar a las cuatro y media de la madrugada exactamente, en el Hyde Park and Kensington Gardens dónde se esperaba que el magnate acudiría, como tantos otros días, sin escolta alguna. El pago por el trabajo realizado se efectuaría después como era costumbre.

La niebla seguía anclada a la tierra cuando el Asesino divisó la entrada del parque, trepó por la valla cerrada y cayó al otro lado. Al levantarse se sacudió el polvo de la gabardina, se limpió los zapatos y se encaminó hacía Speaker’s Corner donde ya debería estar el tal Charles.
Cuando llegó por un camino cubierto de maleza le sorprendió no ver a nadie y más le sorprendió la voz que escuchó justo detrás de él.
-Hola. No existe ningún grupo de ex-trabajadores del señor Charles Easton. Tampoco es cierto que necesitara de tus servicios. Yo te llamé y me lo inventé todo. Tenerte aquí delante, de nuevo, es algo perturbador no te voy a engañar.-La figura hablaba enérgicamente, y al Asesino le costó comprender que estaba pasando hasta que su vista se desvió hacia la mano del sujeto que amarraba firmemente una pistola.- Tú mataste a mi hija conmigo delante. Rose, mi pequeña Rose. No tuviste ni la decencia de dejar que el disco del gramófono acabase de escupir las últimas notas de esa canción de Cat Stevens que ella siempre escuchaba. Pero en fin, no pasa nada, he venido a vengarla, así que hasta luego.

Todo sucedió muy rápido, sin que el Asesino tuviera opción a reaccionar. El disparo sonó certero y todo se volvió oscuro para el hombre que tantas vidas había quitado…

Licencia de Creative Commons

martes, 13 de agosto de 2013

She.

1 comentarios
Abrir los ojos y descubrir que algo ha cambiado. Despertarte una mañana y darte cuenta de que tu vida ya no va a ser la misma. Acercarte al espejo como cada día y observar que si, te han salido tetas. Efectivamente, unas nuevas protuberancias se instalan en tu pecho y te preguntas que talla de sujetador usarás. Pero eso no es lo único que ha cambiado, notas que falta algo, te sientes vacío y echas de menos alguna cosa, aunque no sabes qué exactamente. Y de pronto la evidencia salta ante ti y te hace caer de espaldas contra la cama, deslizas tu mano hasta la entrepierna y…efectivamente, ahí no hay nada. Lo que antes colgaba y te hacía presumir ante tus amigos ahora se ha retraído misteriosamente y te hace sentir extraño, porque lo de los pechos está bien, pero esto ya…

 ¿Y ahora qué? Te preguntas. Te levantas a duras penas de la cama y vuelves al espejo. La verdad es que estás cañón: el pelo negro canoso que empezaba a escasear se ha transformado en una melena roja que se desborda en bucles mareantes por tus nuevos hombros más delgados y definidos. Los rasgos faciales se han redondeado, los pómulos se han hinchado y han adquirido un característico rubor e incluso te ha salido un pequeño lunar encima de los labios, que ahora son más carnosos. Los ojos siguen siendo marrones, algo al menos queda de tu masculino pasado. 
Te pones a pensar en lo que vas a hacer a continuación y asombrosamente tu mente empieza a llevarte de un tema a otro relacionándolos todos de la manera más incomprensible e inconexa. Se muestra ante ti la lista de la compra que hiciste el día anterior y te das cuenta de que está incompleta, el armario donde guardas tus inútiles camisas aparece también y decides que hay que reorganizarlo entero, incluso te da tiempo a pensar en que deberías reformar el baño. Obligas a tu mente a detenerse y te das cuenta de que no solo has cambiado físicamente, tu forma de pensar también ha sufrido una metamorfosis.

Sin saber todavía que hacer te quitas el pijama de horribles cuadros azules que le sienta espantosamente mal a tu nuevo cuerpo y te vistes con unos vaqueros que se te van cayendo a cada paso y con una camisa rosa, por ir entrando en las costumbres femeninas. Sales a la calle y te sorprende que, aunque todo sigue igual, tú lo ves de forma distinta. El día anterior no te hubieras fijado en absoluto en esa caca de perro que está enfrente de ti, pero hoy te parece la cosa más repugnante que has visto nunca y te alejas tapándote la nariz casi a punto de vomitar. Descubres a lo lejos a la señora Douvoir, la vecina de arriba que nunca te caía bien por motivos que desconocías, hasta hoy que se presentan todos de golpe y descubres que es una hipócrita, una mujer amargada que lo único que sabe hacer es cotillear sobre la vida de la gente y que encima usa un tinte de  pelo que no le favorece en absoluto, será perra… Pasa a tú lado y la saludas, ella te mira extrañada y sigue su camino sin detenerse siquiera.
Sigues sin saber que hacer, así que continuas andando torpemente con tus deportivas de la talla cuarenta y tres que lo único que consiguen es hacerte tropezar. Entonces lo ves claro, necesitas comprar algo y rápido. Te encaminas hacía la zapatería de la esquina y cuando entras vas, casi sin darte cuenta, a la sección de calzado de señora donde te encuentras más a gusto que en el propio Valhalla. Los nombres de los diseñadores entran en ti y los reconoces absolutamente a todos: Jean Paul Gaultier, Manolo Blahnik, Yves Saint Laurent… a partir de ahora se convierten en tus mejores amigos.
Eliges unos tacones rojos y los pones en la caja para pagar, sacas la tarjeta de crédito y se la das al dependiente, luego le muestras el DNI y esperas. El empleado te mira, después baja la vista de nuevo al DNI, otra vez te mira, otra vez al DNI, a ti, al DNI… y caes en la cuenta de que quizá no salgas lo suficientemente favorecedora en la foto de carné o tal vez el bigote que lucías antes es lo que desconcierta tanto al dependiente. Guardas el DNI casi indignada y fijas la mirada en los ojos del hombre, una mirada que podría matar por si sola. Al empleado no le pasa desapercibida la amenaza e introduce la tarjeta en el datáfono, tecleas el número secreto y te marchas casi sin oír el “vuelva pronto” que el aturdido vendedor dice a tu espalda. A pesar de todo estás feliz por tu nueva adquisición.

Vuelves a casa y te entran unas ganas imparables de comer chocolate. Vas a la nevera y no hay, empiezas a sudar, necesitas cacao, tu paladar te lo está pidiendo a gritos. Bajas de nuevo y entras en el supermercado casi histérica, buscas en las estanterías y no lo encuentras, preguntas al dependiente y cuándo te dice que se les ha agotado sientes un deseo irrefrenable de estamparle contra la pared por su ultraje, aún así no lo haces y le sonríes. Te marchas con las lágrimas a punto de desbordarse, subes las escaleras cochambrosas de tu piso pensando en lo cruel que es la vida y entras en casa sin ganas de vivir. Te echas sobre la cama, no sin antes sacudir las sábanas, y lloras. Y así es como a la mañana siguiente te despiertas con el mismo cuerpo pero con una diferencia, sientes un dolor en el estómago casi inhumano. Apelas a todos los santos que conoces pero el dolor no remite. Te levantas de la cama aturdida, sintiendo que explotas por dentro. Te acuerdas del empleado del supermercado del día anterior, de su hermana, de su madre y de toda su familia también y le odias, le odias porque realmente necesitabas ese chocolate. Sientes náuseas y ganas de matar a alguien, menos mal que siempre has vivido solo. Vas al cuarto de baño sintiendo que algo se ha roto en tu interior, lo notas bajando por la entrepierna. Los recién estrenados ovarios te duelen de una manera difícil de soportar y es entonces cuando ves la sangre. ¿Así qué esto es lo que llaman “el periodo”? ¿Esto lo que vas a tener que soportar cada veintiocho días? Que cruel y horrible es la vida. Pero mira el lado bueno, por lo menos no estás embarazada. 

Licencia de Creative Commons
 

''Stop! It's Tea Time'' © 2010

Blogger Templates by Splashy Templates