[Primera parte.]
Ahora que ya todo ha pasado, que la oscuridad ya no nos
persigue, creo que debería conocer la historia que me obligó a salir huyendo de
la mansión de mi querido tío Ferdinand.
Se que es un hombre impaciente, pero este macabro relato
debe ser contado sin prisas pues los horrores que viví en aquella casa,
apartada de la civilización, necesitan tiempo para ser descritos.
Coja ahora varios papeles y la pluma que guarda en su
portadocumentos pues si lo que venía buscando era algo sorprendente créame que
lo ha encontrado.
Bien, empecemos por el motivo que me llevó a visitar a mi
tío, al que hacía años que no veía y del que poco recordaba, solo lo que en la
familia se oye, sabe usted, sobre un familiar poco común: lo solitario y
excéntrico de su persona, la misteriosa presencia de su mujer de la que nada
parecían conocer, el deterioro de la mansión donde vivía, etc, etc, etc. Realmente
el tío Ferdinand era la oveja negra que toda familia importante tiene, el
eslabón más alejado del que se siente miedo y respeto al mismo tiempo. Yo,
personalmente, tenía una fascinación platónica por su persona, pues mi espíritu
es salvaje y no se acoge a moldes y mi tío parecía ser la misma clase de individuo.
Mas me equivocaba ya que Ferdinand era esto y mucho más.
Pero no nos desviemos del comienzo, ya habrá tiempo para
desentrañar la personalidad de mi pariente.
Por aquel entonces yo era joven y emprendedor, había
finalizado la carrera de Derecho con insuperables notas y me había incorporado
a un importante bufete de abogados, de los más prestigiosos de Londres. Los
casos llegaban y yo los ganaba, obtenía importantes ingresos que servían para
mantener las promesas que le hacía a mi querida Elizabeth de que algún día nos
compraríamos una gran casa apartada del mundo y pasaríamos los años juntos,
lejos de la capital, de la gente y de los asfixiantes lazos de mi familia. Todo
se desarrollaba bajo esta rutina hasta que un día recibí una misteriosa
llamada. Recuerdo ese día en especial porque fue el que desencadenó la serie de
grotescos sucesos que hoy me dispongo a contarle.
Bien, como decía
recibí una llamada proveniente de Raven´s House (la mansión de mi tío que, como
puede percibir, hasta el nombre encierra oscuridad) y al otro lado de la línea
una voz, que manifestaba pertenecer al mayordomo de la casa, me decía que mi tío
requería de mis servicios. Como puede imaginarse mi sorpresa fue descomunal ya
que, como le he dicho antes, poco recordaba del tal Ferdinand y dudaba de
que él precisamente me recordase a mi. Pero la voz me explicó que mi pariente
estaba informado, gracias a que leía la prensa diariamente, de los casos que había ganado con anterioridad y pensaba que yo era la
persona idónea para realizar un importante trabajo y que además, al ser de la
familia, la discreción y la confianza estaban garantizadas. Pregunté, por
supuesto, en varias ocasiones sobre el asunto en el que tenía que trabajar pero
el mayordomo me daba evasivas y me instaba a trasladarme a la mansión lo antes
posible, donde sería tratado el tema con tranquilidad. Turbado y desconcertado miraba
a Elizabeth, que en ese momento se encontraba conmigo, que a su vez me miraba
sorprendida por las respuestas incongruentes y extrañas, como si de una absurda
conversación se tratara, daba a mi interlocutor. Por más que lo intentaba la
información que obtenía era escasa y siempre la misma: mi tío Ferdinand estaba
llegando al término de su vida y necesitaba, antes de morir, dejar unos asuntos
atados y aclarados y yo era la única persona que podía hacerlo. ¿Qué asuntos?
Si quería responder a esa pregunta tendría que desplazarme a Wellow, un pequeño
pueblo en la remota Isla de Wight a ciento seis millas de Londres, donde se
encontraba Raven’s House. Allí me esperarían el señor y su esposa a lo largo de
la misma semana.
Cuando colgué le conté a la sorprendida Elizabeth todos los
detalles del diálogo con el mayordomo y lo primero que me dijo es que ni se me
pasase por la mente acudir a esa cita tan extraña. ¡Qué cosas horribles podrían
sucederme en una alejada isla con un señor del que poco sabía y que lo que
conocía de él era cuanto menos enigmático!. Sus argumentos, ahora me doy
cuenta, iban cargados de advertencias sobre posibles peligros que yo desechaba
alegando que un miembro de mi propia familia no iba a hacerme ningún daño.
Ojalá hubiera escuchado, ojalá hubiera actuado sin seguir el impulso que me
llamaba a reunirme con mi tío. Pero bueno, ahora ya es demasiado tarde y solo
puedo ceñirme a los hechos.
Acepté sin dudar la oferta del mayordomo quedando en que al
día siguiente cogería el primer tren que saliera para Yarmouth y una vez allí
tomaría el ferry a Lymington donde me esperaría un coche que me trasladaría a
la mansión.
Después de discutir con Elizabeth sobre lo beneficioso que
podría resultar este asunto para mi carrera pues, creo que no lo he mencionado
antes, pero mi tío era un afamado cirujano ya retirado que había amasado una
gran fortuna lo cual significaba que mi tarea, seguramente, era encauzar o
dirigir ese dinero en el testamento lo que, si todo salía bien, me consagraría
como abogado familiar. Bien, pues después de toda esta retahíla de argumentos
convincentes comencé a buscar en mi estudio todos los papeles que podrían serme
útiles en Raven’s House, véase dosieres de casos parecidos en los que había
trabajado, algún que otro libro de leyes e incluso un testamento que guardaba
de unos antiguos clientes. Todo esto lo metía a prisa en mi bolsa de mano ante
la atenta mirada de mi prometida. Como no sabía exactamente los días que iba a
pasar en la isla metí abundante ropa en un baúl de viaje de mediano tamaño y lo
coloqué junto a la entrada pensado e incluso rogando que todas las prendas que
había colocado fueran excesivas para el tiempo que durase mi estancia allí.
Llegó la noche y acuciantes nervios me impedían dormir,
pensaba en lo rápido que había sucedido todo, en lo aburrido e insulso que se
presentaba el día hasta que la llamada del mayordomo hizo girar todo
trescientos sesenta grados. Reflexionaba sobre qué sería exactamente lo que mi
tío esperaba de mí y por otro lado me sentía extrañamente excitado por lo que
al día siguiente descubriría en la mansión, por fin analizaría con mis propios
ojos la aparente decadencia de la familia de Ferdinand y confirmaría o
desecharía todos los rumores que había escuchado desde que era niño.
Sonó el viejo reloj de cuco del salón indicando las siete de
la mañana. De un salto salí de la cama mientras Elizabeth, a mi lado, se
desperezaba para preparar el té matutino. Me duché y me afeité con el estómago
encogido por la emoción, me bebí el dulce té casi de un sorbo, agarré la
cartera con los documentos y cargué con la maleta. Me despedí de mi prometida
con un apasionado beso, casi como si fuera el último que nos diéramos en mucho
tiempo, y salí por la puerta repitiendo la misma cantinela de que estaría bien,
que escribiría todos los días y que trataría de volver lo antes posible. ¡Ay,
si llego a saber lo que al final del viaje me esperaba nunca habría cruzado esa
puerta!
Me dirigí a la estación de tren donde cogí el expreso de las
ocho y allí me ocurrió el primer extraño episodio que daría pie a muchos otros:
Estando a punto de pagar mi billete, la taquillera me miró extrañada y me dijo:
“¿No tendrá usted intención de coger el ferry en Yarmouth verdad?” A lo que yo
respondí que ese era mi principal objetivo y pregunté, airado, el porqué de su
curiosidad: “No quiero entrometerme en sus asuntos” me dijo “Pero dicen que en
la Isla de Wight pasan cosas raras últimamente”. “Tonterías” repliqué yo
“Habladurías sin importancia, usted limítese a darme el billete no vaya a ser
que pierda el tren por su culpa”. Hasta yo mismo me sorprendí puesto que una
contestación tan brusca no suele ser propia de mí, pero los nervios me
atenazaban el estómago y un temor inexplicable comenzaba a embargarme lentamente.
Subí al tren no sin antes echar un último vistazo atrás,
como para retener en la memoria la
última imagen de Londres por si nunca volvía a pisarlo.
Caía la tarde cuando el tren paró al final del trayecto.
Raudo y con la maleta a cuestas me dirigí al pequeño puerto para coger el
primer barco que partiese. Compré el ticket y me subí a la pequeña embarcación
de madera.
El viaje era corto, pero el tiempo me engañaba alargando los
minutos, riéndose de mí haciendo que el trayecto se me hiciese interminable.
Una espesa niebla lo cubría todo, yo dudaba de cómo el capitán del ferry podía
ver por dónde íbamos ya que el mar parecía haber desaparecido bajo un manto
blanco.
El Sol ya se había
ocultado y por fin, a lo lejos, divisé, no sin cierto pavor, el final del
viaje: el puerto de Lymington con su pequeño faro guiándonos entre la niebla
como moscas hacía la luz.
El ferry escupió su carga y yo me encontré, cartera en mano,
en un camino de tierra frente a un coche del que se bajó el hombre más peculiar
que había visto en mucho tiempo: vestía un uniforme pasado de época y llevaba
el pelo cano peinado hacia atrás despejando su cara de rasgos afilados y
amenazadores. Su rostro surcado de mil arrugas decía muchas cosas acerca de su
vejez y sus años pero lo que más me sorprendió fueron sus ojos grises, fríos y
duros como el acero, pero aún así extrañamente serviciales.
-Señor Howard, bienvenido a la Isla de Wight, su tío le
espera.- No pregunté cómo había sabido que era yo la persona a la que buscaba,
tampoco pregunté el porqué de un coche tirado por caballos en vez de las
maravillas de vehículos a motor que se vendían desde hacía algún tiempo,
simplemente me subí a la parte de atrás del anticuado, aunque lujoso, carro y
me encaminé hacia Raven’s House…
Guau, se ve genial. Recuerda un poco a Edgar Allan Poe, intrigante.
ResponderEliminar-Pao
vaya.......ya estoy deseando leer el siguiente capítulo ¡¡¡¡¡¡¡
ResponderEliminarRodrigo, o empiezas con el siguiente capítulo o la próxima vez que te vea desearás no volver a verme (ahí queda eso).
ResponderEliminarP.D: Qué bien escribes, cabrito!