Abrir los ojos y descubrir que algo ha cambiado. Despertarte
una mañana y darte cuenta de que tu vida ya no va a ser la misma. Acercarte al
espejo como cada día y observar que si, te han salido tetas. Efectivamente,
unas nuevas protuberancias se instalan en tu pecho y te preguntas que talla de
sujetador usarás. Pero eso no es lo único que ha cambiado, notas que falta
algo, te sientes vacío y echas de menos alguna cosa, aunque no sabes qué
exactamente. Y de pronto la evidencia salta ante ti y te hace caer de espaldas
contra la cama, deslizas tu mano hasta la entrepierna y…efectivamente, ahí no
hay nada. Lo que antes colgaba y te hacía presumir ante tus amigos ahora se ha retraído
misteriosamente y te hace sentir extraño, porque lo de los pechos está bien,
pero esto ya…
¿Y ahora qué? Te
preguntas. Te levantas a duras penas de la cama y vuelves al espejo. La verdad
es que estás cañón: el pelo negro canoso que empezaba a escasear se ha
transformado en una melena roja que se desborda en bucles mareantes por tus nuevos
hombros más delgados y definidos. Los rasgos faciales se han redondeado, los
pómulos se han hinchado y han adquirido un característico rubor e incluso te ha
salido un pequeño lunar encima de los labios, que ahora son más carnosos. Los
ojos siguen siendo marrones, algo al menos queda de tu masculino pasado.
Te pones a pensar en lo que vas a hacer a continuación y
asombrosamente tu mente empieza a llevarte de un tema a otro relacionándolos
todos de la manera más incomprensible e inconexa. Se muestra ante ti la lista
de la compra que hiciste el día anterior y te das cuenta de que está
incompleta, el armario donde guardas tus inútiles camisas aparece también y decides
que hay que reorganizarlo entero, incluso te da tiempo a pensar en que deberías
reformar el baño. Obligas a tu mente a detenerse y te das cuenta de que no solo
has cambiado físicamente, tu forma de pensar también ha sufrido una
metamorfosis.
Sin saber todavía que hacer te quitas el pijama de horribles
cuadros azules que le sienta espantosamente mal a tu nuevo cuerpo y te vistes
con unos vaqueros que se te van cayendo a cada paso y con una camisa rosa, por
ir entrando en las costumbres femeninas. Sales a la calle y te sorprende que,
aunque todo sigue igual, tú lo ves de forma distinta. El día anterior no te
hubieras fijado en absoluto en esa caca de perro que está enfrente de ti, pero
hoy te parece la cosa más repugnante que has visto nunca y te alejas tapándote
la nariz casi a punto de vomitar. Descubres a lo lejos a la señora Douvoir, la
vecina de arriba que nunca te caía bien por motivos que desconocías, hasta hoy
que se presentan todos de golpe y descubres que es una hipócrita, una mujer
amargada que lo único que sabe hacer es cotillear sobre la vida de la gente y
que encima usa un tinte de pelo que no
le favorece en absoluto, será perra… Pasa a tú lado y la saludas, ella te mira
extrañada y sigue su camino sin detenerse siquiera.
Sigues sin saber que hacer, así que continuas andando
torpemente con tus deportivas de la talla cuarenta y tres que lo único que
consiguen es hacerte tropezar. Entonces lo ves claro, necesitas comprar algo y
rápido. Te encaminas hacía la zapatería de la esquina y cuando entras vas, casi
sin darte cuenta, a la sección de calzado de señora donde te encuentras más
a gusto que en el propio Valhalla. Los nombres de los diseñadores entran en ti y
los reconoces absolutamente a todos: Jean Paul Gaultier, Manolo Blahnik, Yves
Saint Laurent… a partir de ahora se convierten en tus mejores amigos.
Eliges unos tacones rojos y los pones en la caja para pagar,
sacas la tarjeta de crédito y se la das al dependiente, luego le muestras el
DNI y esperas. El empleado te mira, después baja la vista de nuevo al DNI, otra
vez te mira, otra vez al DNI, a ti, al DNI… y caes en la cuenta de que quizá no
salgas lo suficientemente favorecedora en la foto de carné o tal vez el bigote
que lucías antes es lo que desconcierta tanto al dependiente. Guardas el DNI
casi indignada y fijas la mirada en los ojos del hombre, una mirada que podría
matar por si sola. Al empleado no le pasa desapercibida la amenaza e introduce
la tarjeta en el datáfono, tecleas el número secreto y te marchas casi sin oír
el “vuelva pronto” que el aturdido vendedor dice a tu espalda. A pesar de todo
estás feliz por tu nueva adquisición.
Vuelves a casa y te entran unas ganas imparables de comer
chocolate. Vas a la nevera y no hay, empiezas a sudar, necesitas cacao, tu
paladar te lo está pidiendo a gritos. Bajas de nuevo y entras en el
supermercado casi histérica, buscas en las estanterías y no lo encuentras,
preguntas al dependiente y cuándo te dice que se les ha agotado sientes un
deseo irrefrenable de estamparle contra la pared por su ultraje, aún así no lo
haces y le sonríes. Te marchas con las lágrimas a punto de desbordarse, subes
las escaleras cochambrosas de tu piso pensando en lo cruel que es la vida y
entras en casa sin ganas de vivir. Te echas sobre la cama, no sin antes sacudir
las sábanas, y lloras. Y así es como a la mañana siguiente te despiertas con el
mismo cuerpo pero con una diferencia, sientes un dolor en el estómago casi
inhumano. Apelas a todos los santos que conoces pero el dolor no remite. Te
levantas de la cama aturdida, sintiendo que explotas por dentro. Te acuerdas
del empleado del supermercado del día anterior, de su hermana, de su madre y de
toda su familia también y le odias, le odias porque realmente necesitabas ese
chocolate. Sientes náuseas y ganas de matar a alguien, menos mal que siempre
has vivido solo. Vas al cuarto de baño sintiendo que algo se ha roto en tu
interior, lo notas bajando por la entrepierna. Los recién estrenados ovarios te
duelen de una manera difícil de soportar y es entonces cuando ves la sangre. ¿Así qué esto es lo que llaman “el periodo”? ¿Esto lo que vas a tener que soportar
cada veintiocho días? Que cruel y horrible es la vida. Pero mira el lado bueno,
por lo menos no estás embarazada.
Jajajaja, Dios mío, con que así es como pensaría un hombre si tuviera que lidiar con eso xD Me encantó, muy original.
ResponderEliminar-Pao