Los cuerpos, juntos,
inseparables, descansaban plácidamente sobre la cama, que podría haber sido el
mar. Como dos náufragos que se agarran al tablón que será su salvavidas, ellos
se abrazaban en la inmensidad de la llanura blanca, rezando porque ese momento
no acabara nunca. Eran uno solo, eran el sueño y la vigilia, eran la noche y el
día, eran la ciudad y el bosque; lo eran todo. Dos hombres que se aman y
duermen, dos hombres que se han amado y descansan. Era curiosa la forma en la
que las caderas de uno encajaban con la curva perfecta de la espalda del otro,
unidos así en sagrada comunión, convirtiendo sus cuerpos en el cuerpo del dios,
que los miraba con envidia. En esa cama, en ese mar, en esa llanura y aun en
ese universo intrincado de almohadas planetarias y movimientos orbitales,
pasaba el tiempo. Les atacaban los años y se marchaban vencidos, la nieve
llegaba a sus cabezas y reposaba tranquila, las arrugas de las sábanas se
convertían en las de la piel, la forma de sus cuerpos en el colchón se fosilizaba
y el latido de sus corazones menguaba y se relajaba. Todo esto no les afectaba,
ellos estaban más allá de cualquier horario, porque el tiempo del amor es, sin
duda, incomprensible para cualquier reloj. Basta decir que uno de ellos movió
un brazo y así pasaron diez años. El otro dobló un poco más la pierna
izquierda, y retrocedieron veinticinco años. Volvieron a su infancia y
avanzaron hasta su vejez, todo esto mientras buscaban la posición perfecta.
Juntos, juntos, juntos...era el
eco silencioso que se repetía en todos los lugares. ¿Dónde estaban ellos cuando
se amaban? ¿A dónde iban cuando se sentían? Quizá a ese lugar comprendido entre
el otoño y el invierno, entre una palabra y otra, entre el cielo y la tierra o
entre una lágrima de tristeza y otra de alegría. Eran ambos todos los lugares y
eran sus pieles todas las fronteras. Los ojos cerrados los volcanes inactivos,
las bocas abiertas las fallas y cañones, el torso la gran estepa libertadora y
el sexo el único paraíso verdadero. Su
amor tectónico quedaría grabado en el atlas de sus vidas que juntos, juntos,
juntos, terminarían por cerrar.
Y así, una vez más, el mundo
quedó en silencio. Nada tenían que decir el resto de los hombres, nada nuevo
podrían añadir. Todo estaba dicho, todo estaba hecho. Aquellos jóvenes, viejos,
viajeros, filósofos, poetas, que se abrazaban, que se atrevían a sentirse y a sentirnos, nos miraban con los
ojos cerrados y sin emitir palabra alguna decían: "Este es mi cuerpo,
sangre de la alianza nueva y eterna que será entregada por vosotros".
Comamos y bebamos todos de él.