No le caía bien, nada bien, tenía que reconocerlo, el
perfecto Misha, siempre hablando de su perfecta familia, con su perfecta risa,
su perfecto optimismo y a Mark solo le parecía un perfecto idiota. Si, hay que
reconocer que le tenía envidia, a él no le esperaba nadie en casa, a Misha sí,
una familia y una guapa mujer, cuya foto guardaba en un medallón del cual no
se desprendía nunca y aprovechaba cualquier situación para mostrárselo a los
demás ¡Lo que daría por cambiar sus vidas! A él no le quedaba nada, nada…
Se levantó del suelo sin molestarse en sacudirse las ropas y
siguió el camino por el que Misha se había marchado minutos antes.
Cuando llegó a la zona del comedor se dio cuenta de que lo
que le había dicho el soldado era verdad; unos brindaban por volver a casa,
otros, entre risas, por todo lo contrario, no volver y así no tener que ver a
su suegra de nuevo, también había grupos apostando acerca de cuantos iban a
matar en el siguiente asalto, por supuesto no faltaban aquellos que observaban
la situación con mirada reprobatoria. De entre todos estos hombres, vestidos casi
igual, resaltaba uno, que además, en ese mismo momento, se encaminaba hacia
Mark, con una enorme e irritante sonrisa en su rostro, ya rojo por el calor del
alcohol.